
Por Luis Ramón López
OPINIÓN.-En América Latina, la corrupción se ha convertido en un enemigo silencioso pero persistente que drena recursos, mina la confianza ciudadana y frena el progreso de los pueblos. Desde los grandes escándalos políticos hasta los pequeños actos cotidianos, este fenómeno atraviesa la vida pública y privada, reproduciendo desigualdades que afectan con mayor fuerza a los sectores más vulnerables de la sociedad.
La corrupción se ha convertido en una de las principales amenazas contra la democracia en América Latina, porque erosiona la confianza ciudadana, captura las instituciones y alimenta el poder de élites políticas y empresariales aliadas.
No se trata solo de “manzanas podridas”, sino de un sistema donde una parte de la clase política y muchos grandes empresarios se benefician de redes de sobornos, contratos amañados y financiamiento ilegal de la política.
RESPONSABILIDAD DE POLÍTICOS Y EMPRESARIOS
Alianza político-empresarial, se recuerdan grandes casos como Odebrecht y Petrobras mostraron cómo partidos, altos funcionarios y conglomerados privados, construyeron esquemas estables de sobornos y sobreprecios para repartirse contratos públicos durante años.
En varios países, élites económicas financian campañas, influyen en medios y presionan por leyes a su favor, a cambio de exenciones, monopolios o impunidad frente a delitos fiscales y de corrupción.
La normalización del crimen de cuello blanco, es el pago de coimas, el sobrecosto en obras y el uso de empresas fantasma se vuelven prácticas habituales en la relación entre gobiernos y grandes contratistas.
A lo largo de las últimas décadas, distintos organismos internacionales, han advertido que la corrupción no solo es un problema ético, sino también un obstáculo económico y social. Cada desvío de fondos, contrato manipulado o soborno implica menos recursos para la educación, la salud y la infraestructura; servicios indispensables para el bienestar colectivo. En países donde los índices de pobreza superan el 30%, estas pérdidas son devastadoras.
Los sectores marginales son los más perjudicados. Sin acceso equitativo a servicios públicos ni oportunidades de desarrollo, muchas comunidades quedan atrapadas en un círculo vicioso: la corrupción genera desigualdad y la desigualdad, a su vez, alimenta nuevas formas de corrupción. Se trata de un sistema perverso que perpetúa la exclusión social y debilita las instituciones democráticas.
No obstante, también emergen señales de esperanza. Diversos movimientos ciudadanos, periodistas de investigación y organizaciones sociales, están impulsando una cultura de transparencia y rendición de cuentas. El fortalecimiento del poder judicial, la educación cívica y el acceso libre a la información pública son pasos esenciales para atacar este mal desde sus raíces.
Combatir la corrupción no es solo una tarea del Estado; es un compromiso colectivo que requiere voluntad política, participación ciudadana y una profunda transformación cultural. En la medida en que América Latina, logre erradicar este flagelo, podrá liberar el potencial de sus pueblos y construir un futuro más justo, equitativo y sostenible.
LA REPÚBLICA DOMINICANA CON SENASA
En República Dominicana, uno de los casos más alarmantes de los últimos años ha sido el del Seguro Nacional de Salud (SENASA), donde se denunció el desvío de más de 15 mil millones de pesos dominicanos.
Estos fondos estaban destinados a atender a los sectores más vulnerables del país: familias de escasos recursos, adultos mayores y trabajadores informales que dependen del sistema público para acceder a servicios básicos de salud.
El caso, encabezado por figuras políticas y empresarios con poder económico, reveló la magnitud del entramado de corrupción de mas de 15 mil millones, que puede gestarse dentro de instituciones creadas precisamente para proteger a los ciudadanos más pobres.
Los recursos de Senasa, que debieron invertirse en medicamentos, hospitales y atención médica terminaron en manos privadas, perpetuando la desigualdad y minando la confianza de la población en sus autoridades.
El ejemplo dominicano no es aislado. A lo largo del continente, episodios similares se repiten con nombres distintos y consecuencias idénticas, menos oportunidades, más pobreza y una creciente desafección hacia la política. La corrupción se convierte así en una forma de violencia económica que condena a millones de personas a vivir sin servicios dignos.
Aun así, el panorama no está exento de esperanza. Periodistas, activistas y ciudadanos comprometidos continúan denunciando y exigiendo justicia. El fortalecimiento de los mecanismos de rendición de cuentas, la digitalización de los procesos públicos y una educación cívica enfocada en valores éticos son pilares indispensables para revertir esta tendencia.
Erradicar la corrupción, implica mucho más que castigar a los culpables; requiere transformar la cultura política y social de toda una región. Solo cuando los recursos públicos se destinen verdaderamente al bien común, América Latina podrá aspirar a un desarrollo equitativo y sostenible.