La parte oscura de Dubái, entre la opulencia y la desigualdad social invisible

Por Luis Ramón López

OPINIÓN.-Dubái, es presentada al mundo como la ciudad de oro del futuro, rascacielos que parecen desafiar la gravedad, islas artificiales con forma de palmera y centros comerciales capaces de contener pistas de esquí en pleno desierto.

La imagen oficial es impecable, casi cinematográfica. Sin embargo, debajo de ese brillo que deslumbra a turistas y multimillonarios, existe una realidad menos fotografiada, menos discutida y mucho más dura.

Este es el otro lado de Dubái, el que no aparece en los folletos turísticos, la opulencia que roza la extravagancia y la pobreza que se esconde en silencio.

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Dubái, ha construido su identidad sobre un espectáculo de riqueza sin límites.
Aquí todo es récord, el edificio más alto del mundo, el Burj Khalifa, el hotel más lujoso del planeta, el Burj Al Arab, con centros comerciales con acuarios gigantes, fuentes danzantes y boutiques donde un reloj puede costar lo que una casa.

Pero el lujo en Dubái, no es solo un estilo de vida para algunos, es un escenario cuidadosamente producido, donde cada detalle está pensado para proyectar poder económico y modernidad. Esa grandiosidad, sin embargo, también funciona como cortina.

Mientras el mundo observa las luces, miles de trabajadores migrantes, procedentes principalmente de India, Pakistán, Bangladesh, Nepal, Filipinas y países africanos, viven una realidad completamente distinta.

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Muchos llegan atraídos por ofertas de empleo “irrechazables”, pero al aterrizar en Dubái se encuentran con la retención de pasaportes, jornadas laborales de 12 a 16 horas bajo 45 grados de calor, dormitorios colectivos hacinados, conocidos como labor camps, salarios mínimos que no alcanzan ni para enviar remesas constantes y deudas adquiridas para pagar el viaje, que los atan a contratos casi imposibles de abandonar.

Estos trabajadores son quienes levantan los rascacielos, pavimentan las avenidas y mantienen funcionando la infraestructura de la ciudad. Sin embargo, son ellos también quienes menos se benefician del crecimiento que hacen posible.

A pocos kilómetros del glamour del Downtown y de la Marina, existen barrios donde la vida transcurre muy distinta, con mercados populares donde la gente regatea para poder comer, viviendas compartidas entre grupos numerosos y calles donde la policía controla estrictamente a los migrantes de bajos ingresos.

Son zonas que rara vez aparecen en una postal. No porque no existan, sino porque Dubái, sabe esconder su desigualdad con precisión quirúrgica, la pobreza vive, pero no molesta, no interrumpe, no estropea la fotografía del lujo.

Para la clase media, muchos también extranjeros, la vida en Dubái, es un equilibro frágil, los alquileres extremadamente altos, constantes aumentos de tarifas y costos básicos, dependencia absoluta del empleo, donde si pierdes el trabajo, pierdes el derecho a vivir en la ciudad y la estabilidad económica es tan frágil como el vidrio de los rascacielos.

Mientras los jet privados aterrizan en cadena y los superautos recorren avenidas impecables, la otra cara de la ciudad se niega a desaparecer, la desigualdad extrema, falta de derechos laborales, invisibilización de las clases más vulnerables y una economía que depende de mano de obra barata para sostener un estilo de vida de pocos.

Dubái es, sin dudas, una ciudad admirable por su capacidad de reinvención.
Pero también es un recordatorio silencioso de que el brillo más intenso siempre necesita una sombra para resaltarlo.

La parte oscura de Dubái, no pretende desacreditar sus logros, sino invitar a mirar más allá del espectáculo. Porque entender una ciudad no es quedarse con su fachada, sino reconocer a quienes la construyen, la viven, la padecen y la mantienen en pie.

Dubái seguirá siendo un símbolo mundial del lujo. Pero cuando la opulencia raya en la extravagancia y la desigualdad se disfraza de inexistente, nace una verdad incómoda,
«no todo lo brillante es oro, y no todo el oro brilla para todos».

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