
Por Martín Cabreja
OPINIÓN.-Hubo un tiempo en que los consejos no se daban por orgullo ni por aparentar sabiduría, sino por amor, por verdadera preocupación.
Los mayores se sentaban en la galería, bajo la sombra de una mata de mango o en una mecedora vieja, y con voz pausada te hablaban de la vida.
No había psicólogos de moda ni libros de autoayuda; había abuelos, padres, vecinos y comadres que, con solo mirarte, sabían si estabas bien o mal.
A veces el consejo llegaba en el momento justo: Cuando un joven quería dejar la escuela, cuando una pareja discutía y cuando alguien se desanimaba por la vida del campo o por un amor que no resultó.
Bastaba una visita inesperada, una caminata por el camino vecinal o un asiento prestado en la acera para que surgiera esa conversación que, sin uno saberlo, terminaba aclarando el alma.
Esos consejos eran oportunidades de acercamiento y confianza.
Los adultos sabían cuándo hablar y cuándo guardar silencio; no imponían, enseñaban.
Había respeto por la palabra, y se entendía que aconsejar era una forma de querer.
Y aunque hoy todo va más rápido, vale la pena recordar que antes había menos ruido y más comprensión.
Y aun así, no todo está perdido.
Todavía existen muchas personas de buena voluntad, con el corazón dispuesto a orientar, a tender la mano y a escuchar sin juzgar.
Ellos mantienen viva la esencia de aquellos tiempos donde el consejo era un acto de amor y la cercanía, una forma de sanar.