
Por Joeldi Oviedo
OPINIÓN.-Hay algo que uno no nota hasta que se muda a una ciudad grande: el silencio de los desconocidos. En Santo Domingo, puedes subir a un ascensor con diez personas y nadie te mira. Nadie te pregunta por tu mamá, ni te señala por cómo estás vestido. En la capital, la vida privada es sagrada por una razón simple: a nadie le importa.
En el pueblo, en cambio, la vida privada es un bien comunitario. Todos la conocen, todos la comentan, todos opinan. Y no es porque la gente sea mala. Es porque así funcionan los pueblos… y el comportamiento humano en espacios cerrados.
Desde el enfoque de la psicología social, esto tiene nombre: vigilancia informal colectiva. En comunidades pequeñas, donde todos se conocen o creen conocerse, se desarrolla un sistema de control social horizontal. No hay cámaras ni jueces, pero hay ojos. Hay normas no escritas. Hay un guion invisible que dicta lo que se espera de ti, y cada vez que lo rompes, alguien te lo recuerda con una mirada, un comentario o un silencio incómodo.
En la antropología cultural, esto se ha estudiado como parte del fenómeno de la aldea moralizante. En los grupos humanos tradicionales, donde la cohesión era necesaria para sobrevivir, el grupo desarrollaba mecanismos para mantener el comportamiento “esperado”. Y uno de los más eficaces siempre ha sido la vigilancia social: hablar de los otros no solo para entretenerse, sino para corregir lo que se sale del molde. El chisme, lejos de ser solo banalidad, ha sido históricamente una forma de preservar la norma.
Pero ¿qué pasa cuando ya no estamos en una aldea de subsistencia, sino en una sociedad moderna donde cada individuo tiene derecho a su autonomía emocional y moral?
Ahí es donde empieza el conflicto.
Porque en el pueblo moderno, lo tradicional no ha desaparecido: convive con lo nuevo. Y cuando alguien decide vivir distinto —sea su orientación sexual, su forma de vestir, su pareja, su éxito económico o su silencio—, se activa una ansiedad colectiva: ¿Por qué esa persona no está obedeciendo las reglas invisibles?
El pueblo, entonces, no vigila por maldad, sino por inseguridad cultural. Lo nuevo desestabiliza. Y en lugar de dialogar, se etiqueta. En lugar de observar con respeto, se murmura con juicio.
En las grandes ciudades, por el contrario, el anonimato es parte del contrato social. Nadie se mete contigo porque todos están enfocados en sobrevivir su propia agenda. Eso no siempre es empatía, claro, pero es neutralidad. Y a veces, la neutralidad es un regalo.
Este fenómeno también se explica por la economía de la atención. En el pueblo, donde el tiempo fluye más lento y los estímulos externos son escasos, la vida ajena se convierte en el entretenimiento principal. La mente humana necesita movimiento, necesita historias. Y cuando no vienen de afuera, las fabrica adentro: con los vecinos, los amigos, los hijos ajenos.
Pero esto tiene consecuencias. La constante exposición pública genera ansiedad social, represión emocional y autocensura. Gente que no se atreve a divorciarse, a estudiar otra carrera, a amar distinto, a cambiar de estilo, simplemente por temor a los comentarios. No por ley, sino por presión invisible.
Y eso, aunque parezca normal, es violencia simbólica.
No propongo un pueblo sin relaciones humanas. Todo lo contrario. Los pueblos son hermosos cuando cuidan, cuando acompañan, cuando celebran. Pero necesitamos pasar del control social al apoyo social. Mirar sin vigilar. Preguntar sin invadir. Hablar sin juzgar.
Porque el desarrollo no es solo económico. También es emocional y cultural.Y en esa evolución, el respeto a la vida privada no es un lujo: es un derecho.
Derecho UNIBE, intelectual y analista sociopolítico