Juan López y sus sembradores de vida

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Por Martín Cabreja

JUAN LÓPEZ,Espaillat.-Hablar de la historia agrícola de Juan López es rendir homenaje a una generación de hombres que sembraron mucho más que tierra: sembraron ejemplo, esfuerzo y legado. Eran agricultores que, sin estudios técnicos ni maquinaria moderna, lograron levantar cosechas, criar animales y sostener comunidades enteras con la fuerza de sus manos, su fe en la tierra y una disciplina admirable.

En primer lugar, mi abuelo Lalo Rivas, figura central en este relato, trabajó por más de cuarenta años como encargado de una finca conocida como La Estancia de Lalo —que aunque no era de su propiedad, llevó su nombre por la entrega y el respeto con que la trabajó. Allí, a base de sudor y constancia, levantó una familia numerosa y digna. Ya en la vejez, sabiendo que sus días se acortaban, reunió a sus hijos y les hizo una petición noble y ejemplar: que tras su partida, nadie reclamara nada de esa tierra, sino que simplemente dieran gracias por lo que esa finca les había permitido construir.

Otro de esos hombres de campo fue Quinco Bencosme, un productor completo que poseía varias fincas distribuidas en diferentes puntos de Juan López, dedicadas al cultivo de plátano, yuca, batata y otros víveres. También fue un destacado ganadero y productor porcino. Una de sus propiedades más recordadas era aquella con una laguna que, en temporada de seca, se convertía en pasto para el ganado, y en tiempo de lluvia se desbordaba hasta la recta del Maney. Estaba ubicada en el callejón de los Estrella, frente a la casa de Narciso Bencosme y Andrés.

Mon Bencosme, aunque residía en Moca, subía todos los días en su camioneta a Juan López a cuidar sus tierras sembradas de yuca, batata y ñame. Mantenía sus propiedades impecables, libres de maleza, como muestra de respeto al trabajo bien hecho. En esos tiempos, la limpieza de una finca era una especie de tarjeta de presentación.

Fello Estrella se destacaba como un agricultor adelantado a su época. Se dedicó con éxito a la producción de hortalizas como tomates, ajíes y pepinos.

Regino Tejada, por su parte, era el “científico del campo”. Fue de los primeros en implementar con éxito la técnica del injerto y se convirtió en un verdadero maestro en la producción de lechosa, alcanzando una calidad y rendimiento admirables para la época. Su conocimiento empírico, combinado con su innovación, lo hicieron destacar como una referencia obligada en la zona.

Mi tío, Germán Rivas, tenía una mano prodigiosa. Todo lo que sembraba crecía en abundancia. Su conocimiento agrícola, combinado con su alma serena, lo convirtió en un productor respetado y querido por todos los que le conocieron.

Narciso Bencosme, siempre alegre y servicial, tenía su finca en La Sidra, donde combinaba agricultura con ganadería. Junto a otros familiares, utilizaban una vieja camioneta Chevrolet del 54 para transportar comida para el ganado, especialmente ramas de batata. El reparto de leche se hacía al amanecer, y muchos vecinos ya tenían su encargo fijo en botellas de vidrio. La leche sobrante se vendía en mulos, cargados con tanques metálicos. Se cuentan anécdotas curiosas: algunos lecheros “bautizaban” la leche con un poco de agua para hacerla rendir… cosas del campo.

Otro caso digno de destacar fue el de Dámaso Díaz, uno de los agricultores más organizados de Juan López. Su finca era ejemplo de planificación y trabajo en equipo, donde toda su familia estaba integrada en las labores agrícolas. Con disciplina y unidad, convirtieron el trabajo del campo en un estilo de vida admirable.

En la zona de Los Turcos, también merece mención Míguelo González, quien sostuvo con dedicación su producción agrícola, sumándose a esa larga lista de hombres del campo que pusieron cuerpo y alma en la tierra que los vio nacer.

Y algo digno de celebrar es que la mayoría de estos agricultores trabajaban junto a sus hijos, enseñándoles desde pequeños el valor del esfuerzo. Era un trabajo en familia, donde el surco no solo cultivaba alimentos, sino también carácter, disciplina y orgullo por lo propio. Aquellos hijos, que crecieron entre machetes, semillas y madrugadas, fueron formados con el ejemplo silencioso de sus padres.

En tiempo de cosecha, sobre todo de plátanos, era común ver a los jóvenes cargando racimos enteros. Al final de la jornada, las “rabisas” —la parte inferior del racimo— se repartían entre los trabajadores y vecinos. Lo mismo ocurría con la batata, la yuca y otras verduras. Era un acto de comunidad, de compartir sin pedir nada a cambio.

Esta es solo una parte del recuerdo de una generación que forjó, con sudor y voluntad, el bienestar de muchas familias. No soy historiador ni escritor, solo alguien agradecido que, inspirado por la memoria, comparte estas notas sencillas de un tiempo donde el trabajo era identidad y el fruto del campo, símbolo de dignidad.

Sé que fueron muchos más los agricultores que contribuyeron al desarrollo de Juan López, y merecen todo el reconocimiento. Menciono solo a algunos, porque fueron con quienes más cerca crecí, observé y aprendí. A los hijos, nietos y bisnietos de estos hombres: que el recuerdo de sus raíces les inspire a valorar de dónde venimos y todo lo que se logró sin tecnología, pero con mucho corazón. 

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