La vanidad en los lugares inesperados

Por Joeldi Oviedo Grullón

OPINIÓN.-«La vanidad se encuentra en los lugares más inesperados: al lado de la bondad, de la abnegación, de la generosidad.

Cuando yo era chico y me desesperaba ante la idea de que mi madre debía morirse un día (con los años se llega a saber que la muerte no sólo es soportable sino hasta reconfortante), no imaginaba que mi madre pudiese tener defectos.

Ahora que no existe, debo decir que fue tan buena como puede llegar a serlo un ser humano. Pero recuerdo en sus últimos años, cuando yo era un hombre, cómo al comienzo me dolía descubrir debajo de sus mejores acciones un sutilísimo ingrediente de vanidad o de orgullo.

Algo mucho más demostrativo me sucedió a mí mismo cuando la operaron de cáncer. Para llegar a tiempo tuve que viajar dos días enteros sin dormir. Cuando llegué al lado de su cama, su rostro de cadáver logró sonreírme levemente con ternura y murmuró unas palabras para compadecerme. Ella se compadecía de mi cansancio y yo sentí dentro de mí, oscuramente, el vanidoso orgullo de haber acudido tan pronto. Confieso este secreto para que.»

Me he encontrado con este pasaje del libro El túnel de Sábato, un autor a quien admiro mucho, y quise compartirlo porque encierra una verdad incómoda: incluso en nuestros actos más nobles, la vanidad acecha. Nos gusta pensar que la bondad es pura, que ayudar a otros es un acto desinteresado, pero ¿cuántas veces la generosidad lleva un ingrediente oculto de orgullo?

En la cultura dominicana, donde el sacrificio es casi una medalla de honor, esto es aún más evidente. Nos jactamos de lo que dimos, de lo que dejamos atrás, de lo que aguantamos. Nos enorgullece haber estado ahí cuando más nos necesitaron, pero en el fondo, ¿buscamos gratitud?, ¿validación?, ¿un aplauso silencioso?

En política, en los negocios y en la vida cotidiana, la ayuda rara vez es anónima. Se inmortaliza en placas, discursos y gestos que claman por reconocimiento. Pero la verdadera generosidad, la más valiosa, no necesita testigos. Sábato tuvo el coraje de admitirlo. ¿Y nosotros?

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